Llegada al frente:

Alrededor de las cuatro de la tarde del día cinco de mayo, subimos un camión de suministro que, pasando por el pueblo de Monflorite, nos llevó a La Granja, un caserío muy grande cerca de un cruce de carreteras donde estaba el mando de la brigada. Parando atención, ya pude sentir los primeros disparos de unas trincheras que estaban a unos dos quilómetros. Había costado, pero me había salido con la mía. Era soldado y estaba en el frente de guerra. Era el inicio de una nueva vida y una nueva historia.

Si hasta entonces el POUM tenía incomodados al gobierno de Madrid y de Moscú, que venían exigiendo la eliminación del partido pese a su insignificancia y condicionaban el envío de armamento ruso, ahora, después de los sucesos del 4 de mayo, el gobierno de València hizo con el POUM lo que todavía no se atrevía a hacer con la CNT y la FAI: desarmarlo y dejarlo fuera de la ley. Desde hacía tiempo, paulatinamente, les retiraban la ayuda militar e incluso la provisión de víveres y ropa. Ya estaban preparando las fuerzas del Ejército Popular, con soldados de las quintas, para quitarnos del frente de Aragón, cosa que debilitaría a su vez a las fuerzas confederadas, su otro objetivo a largo plazo.

Fue por ello que, al entregarnos las armas en el mando de la 128 brigada, a los tres primeros les entregaron mosquetones Mausser y a mí me entregaron un Winchester mejicano que tal vez lo estrenaron las fuerzas de Pancho Villa. La munición de los Maussers nos servía para el Winchester. Lo peor era que sólo me entregaron quince cartuchos.

Con los fusiles al hombro y la manta enrollada en la espalda nos enviaron a un quilómetro más allá de la carretera que va de Novales a Huesca, a una casa llamada Torre Lorenzo donde estaba la comandancia del primer batallón. De allí, destinados a la segunda compañía. Se hizo cargo de nosotros el comisario político de aquella unidad. Un joven aragonés estudiante de veterinaria, escapado de Zaragoza en los primeros días de la sublevación. Se enroló de practicante sanitario y ascendió más tarde a comisario.

Era de noche cuando, siguiendo detrás del comisario, recorriendo el zigzag de las líneas de evacuación que conducían a los parapetos de primera línea, en la oscuridad y oyendo los silbidos de alguna bala, llegamos a las primeras chozas del parapeto. Antes, pasamos por la cocina donde nos presentaron al capitán, un albañil leridano llamado Bell·lloc, que había sido el organizador y fundador de aquella centuria, casi toda compuesta por voluntarios de la capital y provincia de Lleida. Nos dieron por cena un plato de comida, que tomamos de pie, para seguir hacia las trincheras que estaban a trescientos metros de la cocina y chabola del capitán.

Al pie de las primeras barracas nos aguardaba el teniente Bea, que nos reconoció uno a uno con una lamparilla. Nos señalaron la chabola construida de sacos terreros, acordando presentarnos a toda la sección a la mañana del día siguiente.

Con un candil hecho con una lata, quedaba muy poca luz, fuimos escogiendo el sitio para dormir colocando los jergones de paja que había amontonados en un rincón. Muertos de sueño por la excursión de la noche anterior, no tardamos en dormir y roncar. A intervalos, oíamos silbar balas o disparos nuestros y del enemigo. En cada relevo, en los puestos de vigilancia, había la costumbre de hacer un disparo para comprobar el estado del fusil. Eran los disparos que sentíamos y las balas que pasaban silbando sobre las chabolas.

Al despertar por la mañana, cuando rendijas de luz se filtraban por entre los sacos terreros, nos sobresaltó un griterío que imitaba el lenguaje de los moros con demasiado acento leridano para sentirme asustado. Era una quintada a los novatos. A oscuras estuvimos buscando la puerta de salida y ésta no estaba. La habían aparedado con sacos mientras dormíamos. Al final, dimos con la salida, empezamos a quitar sacos y nos encontramos con el teniente y el grupo de bromistas. Ni el teniente ni los sargentos que nos presentó, llevaban distintivo alguno, ni siquiera los nombraban por el apellido, todos tenían apodos y nombres de guerra. Antes del almuerzo ya nos habían bautizado a los cuatro nuevos que habíamos llegado.

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