Intento de fuga :

En aquel carrascal de chaparros, un año antes se había dado la batalla de Guadalajara que fue un descalabro para las tropas italianas. Las tropas republicanas hicieron prisioneros a unos diez mil legionarios italianos. Hacíamos cortas escapadas entre el bosque de chaparros y topábamos con cadáveres que llevaban un año en el mismo lugar donde cayeron. Además de las armas, había macutos con tabaco y latas de provisiones que consumíamos sin escrúpulos. Cerca de un cadáver, hallé un maletín de cuero dentro del cual había objetos de culto: un cáliz, una patena, una estola, un breviario… y un impermeable negro con la etiqueta de una sastrería eclesiástica de Turín. Entregué los objetos de culto al párroco de Almadrones. Cuando nos tocaba dormir al raso, pude librarme del frío o de la lluvia gracias al impermeable y a alguna manta italiana.

De Almadrones nos trasladaron a Zaragoza y nos alojaron en el cuartel del Carmen que era también cuartel de la legión. Durante tres días hicimos servicios de limpieza en cuadras y otras dependencias. Una tarde que llovía, me puse el chubasquero del cura italiano y, con decisión, crucé la puerta de salida del cuartel saludado militarmente por el legionario de la puerta. Ya en el centro de Zaragoza pregunté por la calle Alfonso XI. Era el domicilio de un industrial del ramo de la piel que durante muchos años tuvo a su servicio como clasificador a mi tío Josep Pou, de apodo Pau Xic, el marido de una hermana de mi padre. El empresario no estaba en su casa pero un familiar me llevó cerca de la plaza de toros de Zaragoza donde tenía la fábrica. Me recibió en su despacho y le pregunté si podía hacer algo por mí como, por ejemplo, sacarme del batallón de prisioneros para trabajar en su fábrica ya que sólo tenía dieciséis años y estaba exento del servicio militar. Al igual que el abogado de Vic, me dijo que no disponía de influencia con nadie y que incluso había estado algunos días en la cárcel. Me había dado con un canto. Se metió la mano en la cartera y me alargó un billete de cincuenta pesetas.

De vuelta y sorteando críos que venían a besarme la mano y a pedirme una limosna o unas estampitas, me metí en una tasca y, tratado con mucha deferencia por los camareros, me hinché de carne y de pulpos. Al anochecer y antes de que pasaran lista, volví al cuartel. Saludado otra vez por el centinela, regresé a la compañía.

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