El Paco :

En la segunda madrugada hubo suerte. Cuando el paco asomó su cabeza por la boca de la parte izquierda, se encontró con el cañón de un fusil, el de Lucas, pegado al cogote. Desarmado, lo introdujeron en nuestra trinchera. No era ningún moro, era un cabo gallego.

Lívido, sudoroso y sorprendido, dándose por muerto, no acertaba a decir palabra. Nosotros, alborotados y curiosos. Yo, temiendo tener que presenciar una ejecución. Interrogado por el teniente, apenas pronunció una palabra. Unos eran partidarios de fusilarle, otros de entregarlo a los mandos y, tras una reunión de todos los de la sección, prevaleció una idea muy original.

Llamaron al barbero, lo peló al cero y, con tintura de yodo, le pintaron en la cabeza recién rapada las siglas del partido. Unas gruesas letras de POUM. Lo desnudaron totalmente, dejándolo en cueros, y le indicaron que se fuese por donde había venido. El pobre temblaba creyendo que le aplicaríamos la ley de fugas, que le dispararíamos al emprender la huida. Ligero como iba de ropa, pronto se perdió entre arbustos y matorrales. Nos habíamos ahorrado un drama y los fascistas recibirían un fuerte aviso. Procuramos que no se enteraran los mandos de la brigada a los que no habría gustado nuestro proceder.

A la noche siguiente continuó la peripecia. Todavía con luz diurna, se dispuso el primer dispositivo de guardia que, por precaución y a causa de los hechos de la mañana, fue doblado con dos escuadras y tres escuchas por miedo a que nos atacaran por represalia.

Adelantados, sin tiempo para terminar el dispositivo y subido yo en mi puesto, oímos de pronto los gritos de alguien que dando vivas a la República anunciaba que se pasaba a nuestras filas. Alerté al teniente: –Es el mismo de la mañana, el paco de la noche anterior–.

Salieron de las chabolas todos los componentes de la sección ocupando sus puestos para la emergencia y con bombas de mano por sí acaso. Se hizo visible, desnudo tal como lo habíamos dejado. El teniente le indicó hacer palmas y dirigirse a la pasarela del río. Efectivamente, venía solo, nos dijo que ahora se pasaba y que lo acogiéramos en la compañía. Había rondado todo el día en tierra de nadie sin ganas de regresar con los suyos, cosa muy comprensible.

Estuvo todo el día con nosotros, comió al mediodía y nos confirmó la llegada a los nacionales de los dos desertores nuestros. Le devolvimos sus ropas, su guerrera de cabo y un gorro para su pelada cabeza. Al atardecer, acompañado por dos sargentos lo entregaron como evadido a la comandancia en Torre Lorenzo. Lo que habíamos querido ocultar se supo en toda la división. Algunos nos felicitaron.

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