En el batallón de trabajadores :

La siguiente tarea en la que nos ocuparon fue trasladar muertos esparcidos por los alrededores, depositarlos en una fosa común del cementerio y enterrarlos, cosa que no hacíamos sin antes haber hurgado en las ropas en busca de algo de comer o de valor, aunque los moros ya los habían despojado de anillos y relojes. Se notaba por las marcas de la piel.

Terminada la faena de enterrar, nos llevaron dos días después a unas posiciones a la derecha del pueblo, en un montículo donde había una ermita. Allí teníamos que hacer zanjas y clavar alambradas en la cresta de la sierra. Al pie del montículo había una vía de tren en construcción y el río. Más allá, las posiciones republicanas en los pueblos de Perales y Peralejos.

Cuando empezamos nuestro trabajo, de noche y vigilados por los escoltas para prevenir las tentaciones de evadirse, empezó a sonar el ruido de las herramientas y los republicanos nos enviaron varias ráfagas de ametralladora. Las balas silbaban sobre nuestras cabezas y nos teníamos que cubrir para no resultar alcanzados.

Uno de los prisioneros, con voz potente, en una pausa de silencio, gritó a todo pulmón: –¡No tirar compañeros, que somos pri-sioneros!–. El fuego cesó a los pocos momentos y a los republicanos no se les ocurrió otra cosa que llevar a sus trincheras un potente altavoz emitiendo consignas e invitaciones a pasarnos, diciéndonos que nos esperaban con los brazos abiertos y otras poesías, y dedicando a nuestro penoso trabajo los sones de la internacional, Hijos del pueblo…, y otras canciones. Yo temblaba por las consecuencias que aquel improvisado festival nos podía acarrear.

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